Las flores de mi ciruelo
Hoy debo compartir con todos una feliz y gozosa experiencia. Frente a la ventana del comedor de la comunidad tenemos un ciruelo. Muchos se preguntaban ¿qué hacía allí? El primer año dio tres ciruelas. Sí, tres. El segundo una. Y varios años ninguna. La verdad es que nadie le veía sentido de tenerlo ocupando lugar. Y todos comentábamos que sería necesario arrancarlo de una vez y plantar algo más interesante. Tanto más que este año, parecía que incluso se había secado. Sus ramas no tenían ni una sola hoja.
Yo no sé lo que pasó. Alguien dice que nos escuchó hablar de él y se dio cuenta de los riesgos que corría.
Pues, de repente, comenzó a florear. Lo podía ver desde mi ventana y era una lluvia de flores. Diría que una nevada de flores. Creo que nunca he visto un ciruelo con tanta cantidad de flores.
Cuando todos habíamos perdido la esperanza en él, se despierta y se convierte en una primavera de esperanzas.
Cuando todos lo dábamos por muerto, quiso demostrarnos que todavía está lleno de vida.
Cuando todos lo considerábamos como algo inútil, se vistió de fiesta, diciendo a todos que todavía tiene futuro.
Cuando todos habíamos decidido arrancarlo, se puso sus mejores galas gritando a todos: “no entierren lo que está vivo”.
Admirados, todos hemos comentado el hecho.
Todos habíamos perdido la esperanza en él.
Y resulta que las esperanzas estaban dormidas.
Nadie veía futuro en él, y el futuro corría por sus venas.
Por eso siento que vivir de la esperanza es:
En primer lugar: saber esperar. No siempre las cosas caminan el ritmo de nuestras prisas.
En segundo lugar: saber ver al otro lado. No siempre la verdad está en la corteza, ni en las ramas que parecen secas. Recuerdo que cuando era niño, mis tíos, cuando querían saber si alguno de los arbolitos de la huerta había muerto, incaban la uña en la corteza para ver si por dentro aún estaban verdes.
En tercer lugar: saber mantener viva la ilusión. Mientras tengamos viva la ilusión, la esperanza no habrá muerto.
Uno de los mayores obstáculos para la esperanza son nuestras urgencias. Claro, ahora nadie quiere viajar por las antiguas carreteras. Y todos preferimos la autopistas. Dicen que llegamos antes. Y es verdad. Pero, hay que pagar el peaje.
Todos queremos vivir la vida a la velocidad de autopista. Nada de viejas carreteras.
Sin embargo, yo que también opto por la autopista, reconozco que ahora se ve menos. Antes uno atravesaba infinidad de pueblitos. Veía a la gente. Ahora pasamos siempre por las afueras de los pueblos. Llegamos antes, es cierto. Pero llegamos sin vivir nada.
Todos quisiéramos que nuestros problemas se solucionen ya. Y los problemas no tienen prisa.
Todos quisiéramos sanarnos ya. Y la enfermedad tiene su lento proceso.
Todos quisiéramos encontrar trabajo ya. Y los puestos de ocupación laboral siguen siendo los mismos.
Todos quisiéramos llegar arriba ya, y mejor aún si lo hacemos en ascensor. Pero el que desee llegar a la cima ha de trepar por la falda.
Y las prisas ahogan las esperas.
Las prisas hacen más lejanas las llegadas a la meta.
Y sentimos que nos ahogamos. Y decidimos tirar la toalla.
Amigos: nuestras prisas no hacen madurar antes las frutas.
Nuestras prisas pueden llevarnos a bajar del árbol las frutas aun verdes.
Nuestras prisas pueden cansarnos mucho más que nuestros esfuerzos por llegar a la meta.
No matemos en nosotros nuestras ilusiones, antes de tiempo.
No matemos en nosotros nuestras esperanzas. No digamos que para nosotros ya no hay futuro. Puede que tu futuro esté dentro en silencio y brote cuando menos lo pienses.
La diferencia entre el que espera y el que desespera está en el hecho de que los dos están metidos en un túnel. La diferencia está en que, el que se desespera, se imagina que el túnel es infinito. En tanto que, el que espera, sabe que el túnel tiene una salida donde abunda la luz.
Cada uno somos una especie de ciruelo. Uno siente que ya está muerto. Y está lleno de vida por dentro, aunque los demás no la vean. Uno cree que ya no tiene vida, y cuando menos lo piensas vuelves a florecer.
Clemente Sobrado C.P.
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